La solidaridad de una madre impertrubable

Fuente: La Nación

Tiene 36 años y 10 hijos, y lleva adelante una fundación que lucha contra la desnutrición infantil en el norte del país. Ella es Catalina Hornos, miembro Vistage del G198; psicopedagoga y psicóloga, hace 15 años dirige la fundación Haciendo Camino, una organización no gubernamental (ONG) que hoy cuenta con 12 Centros de Desarrollo Infantil y Fortalecimiento Familiar en las provincias de Santiago del Estero y Chaco, en la que ya lleva diagnosticados nutricionalmente a más de 20.000 niños y niñas. 

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Como planetas con órbita propia, así giran sus hijos alrededor de ella. En un departamento amplio con paredes blancas sobre la calle Libertad, en el barrio porteño de Recoleta, los diez chicos van y vienen, se ayudan entre ellos, demandan la atención de su madre. Y ella, en cambio, se mantiene imperturbable, sin salirse de su centro. La psicopedagoga y psicóloga Catalina Hornos tiene 36 años y 10 hijos, y desde hace 15 años dirige la fundación Haciendo Camino, una organización no gubernamental (ONG) que hoy cuenta con 12 Centros de Desarrollo Infantil y Fortalecimiento Familiar en las provincias de Santiago del Estero y Chaco, en la que ya lleva diagnosticados nutricionalmente a más de 20.000 niños y niñas. Fue allí donde conoció a sus siete hijos más grandes, que son adoptivos. Según dice, es una madre exigente. Es también una activista social que ante la impotencia de las injusticias que observa a diario pone primera para generar cambios. Cuando muchas cosas la enojan, otras muchas la hacen seguir adelante.

En 2006 se instaló en Añatuya, una de las localidades más pobres de Santiago del Estero, y vivió allí seis años. Durante ese tiempo, estableció un vínculo con niños sin referentes paternos ni maternos, que no contaban con un hogar donde vivir. Luego, decidió alojar a algunos de ellos en su casa. Primero llegaron cuatro hermanos, luego dos niñas y más tarde una hija única. Con el paso del tiempo, Celina (22 años), Carmen (20), Patricia (19), José (16), Guanda (14), Abigail (12) y Antonella (10), se convertirían en sus hijos. “Se transformaron en mi familia: ellos me eligieron como mamá y yo los elegí como hijos a partir del vínculo que habíamos generado”, reflexiona en diálogo con LA NACION. Tenía 30 años cuando decidió regresar a Buenos Aires. En la ciudad había quedado su pareja, el médico y actual director del Sanatorio Otamendi, Jorge De All, de quien “estaba enamorada y con quien tenía el deseo de proyectar una familia”. Pero estaba segura de algo: “Si me volvía era con los siete chicos, porque yo era su referente”, recuerda. Fue así como sucedió: en 2015, viajó con la tutela. Jorge ya tenía una hija, que integra también la gran familia ensamblada. Con el paso del tiempo, la pareja tuvo otros tres, Baldomero (5), Emilia (3) y Federica (2). “Cuando nacieron los hijos biológicos terminaron de ensamblar la familia, son tan hermanos de los demás como hijos míos, se vuelve un vínculo muy fuerte para todos”, asegura. El 19 de noviembre se casó por iglesia en Pilar con Jorge De All. Evento que iba a suceder en marzo del 2021 pero quedó suspendido por la pandemia del coronavirus.

Durante la entrevista, excitados con la presencia de alguien ajeno a la dinámica familiar, los más chicos saltan de un sillón al otro con chupetines en la boca, pero Catalina se mantiene impávida, serena, aunque por momentos se hace presente, marca algún límite. Hay un clima colaborativo entre todos, dos de las madrinas de los chicos -que acompañan a sus hijos santiagueños- están también presentes en el departamento y dan apoyo para lo que haga falta. La merienda se sirve en una mesa ratona, entre juguetes, cartas y peluches, hay vasos, muchos vasos. Sus hijos buscan el modo de atar un cubre sillón que acaban de comprar. Las paredes de la casa están despojadas, solo cuelga de un clavito un adorno de madera que dice: “Ríe mucho; da amor; sueña en grande; vive simple; da las gracias”. Lema que esa familia parece seguir al pie de la letra. Con su historia a cuestas, la referente invita a las personas al encuentro con el otro y sostiene que muchas familias pueden acompañar a chicos que están en hogares, desde distintos lugares. Para ella, el mayor problema reside en los prejuicios y el temor que existen en la sociedad a la hora de adoptar chicos grandes.

“Mis hijos casi todos tienen una historia de mucho dolor, relacionada con abusos y maltratos. Creo que se deberían generar o implementar más programas que promocionen la adopción de chicos más grandes para que la gente pueda entender que detrás de esa máscara de conductas violentas o disruptivas hay un chico que sufrió muchísimo, que necesita de una familia como cualquier otro para vivir como un niño”, detalla. Además, lanza un fuerte cuestionamiento a la actitud pasiva que a veces predica la sociedad. “No hay que quedarse detrás del número ‘50% de niños pobres’ -dice-, sino involucrarnos con las familias, porque creo que el cambio viene de conocer a las personas y poder comprometernos con ellos”. También habla de dar oportunidades y menciona una frase que le encanta: “Lo malo en este mundo no es la maldad de los malos sino la pasividad de los buenos”. Catalina nació en el círculo de una familia pudiente y se crió en Recoleta. Su padre es Roberto Hornos, juez de la Cámara Nacional en lo Penal Económico, y su tío es Gustavo, presidente de la Cámara de Casación Penal. Dice que fue criada con los valores de la Iglesia Católica, pero que hoy elige solo aquellas premisas que parten desde el amor y el respeto al prójimo. Recuerda entonces cómo fue variando su vínculo con la Iglesia: pasó de ir todos los días a misa a descreer de una institución que no acepta la homosexualidad ni el divorcio.

Aunque bien podría llevar un estilo de vida típicamente consumista, se muestra austera, apenas lleva un anillo de plata en la mano. Decir esto quizás sea ir en contra de lo que ella piensa:“Hay que ver lo que hay y no lo que falta”. No sabe decir con exactitud cuándo comenzó a sentir el deseo de querer hacer algo por los demás, pero destaca varios momentos de su vida. El colegio Mallinckrodt, donde se educó, fue un espacio en el que se sumergió en la ayuda social, dado que la institución impulsaba las visitas a un geriátrico y a un hospital de niños.Allí comenzaría a sensibilizarse con las realidades diversas, empezaría a sentir empatía hacia el prójimo. Luego, Añatuya, donde una directora le dijo: “No necesitamos gente que venga de visita, sino que venga y se quede”. Ese, según Catalina, fue otro hito.

En una segunda entrevista telefónica con LA NACION, se está haciendo las uñas y pone el teléfono en altavoz, tiene a su hija más chica, Federica, sobre sus piernas. Se disculpa por el desorden en su casa el día previo y cuenta que eso la irrita un poco. Admite que hay cosas con las que es más relajada y otras con las que no. ¿Qué es lo que más la enoja? “Los políticos, todos. Me enoja el que cree que tiene la verdad; el que muestra lo que hace mal el otro, en vez de hacerlo bien él. Me enoja la gente que se queja y no hace nada y el que te felicita y no hace nada”. Piensa que, si las cosas se pueden cambiar, entonces existe una responsabilidad de la sociedad. “Creo que nos corresponde a todos, que todos somos parte”, expresa. Y confirma: “Sé que no voy a cambiar las estadísticas de pobreza en Santiago del Estero o en Chaco, pero sí sé que voy a cambiar la realidad de algunas familias, en cómo se vincula con su hijo, en tratar de evitar los límites con violencia. Si puedo hacer algo para cambiarlo, alguna responsabilidad debo tener”. En este sentido, considera que hay que salir del lugar de la queja y transformar eso en acción “para hacer algo que transforme la realidad”. Y exhorta: “La Argentina está acostumbrada a quejarse todo el tiempo de lo que hace el otro y no vemos todo lo que podríamos hacer nosotros. Salgamos de ahí y transformemos eso en acción”.

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